La historia que protagonizaron Pedro González y su mujer Catherine a finales del siglo XVI y principios del XVII era digna de permanecer en la memoria colectiva y así lo supo ver Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve (La Rochelle, 1695; París, 1755), que se basó en ella para escribir el cuento de «La Bella y la Bestia» que después retomaría Jeanne-Marie Leprince de Beaumont.

Petrus Gonsalvus (o Pedro González), nacido en Tenerife en 1537, sufría de hipertricosis, una afección congénita caracterizada por el crecimiento excesivo de vello. Siendo aún un niño de 10 años, este guanche descendiente de menceyes fue llevado como presente a Europa.

El historiador Roberto Zapperi, autor de «El salvaje gentilhombre de Tenerife» (editorial Zech), cree que fue enviado como regalo desde Canarias a Bruselas, donde se encontraban el emperador Carlos V y su tía, que en esa época era la gobernadora de los Países Bajos, y que es muy probable que durante la travesía hacia Bruselas, Pedro González fuera capturado por corsarios franceses para entregarlo como obsequio a Enrique II.

Su llegada a París suscitó una gran curiosidad. Giulo Alvarotto, enviado diplomático del rey de Italia en la corte francesa en esas fechas, describió cómo «su cara y su cuerpo está recubierta por una fina capa de pelo, de unos cinco dedos de largo (9 cm.) y de color rubio oscuro, más fina que la de una «marta cibellina» y de olor bueno, si bien la cubierta de pelo no es muy espesa, pudiéndose apreciar bien los rasgos de su cara».

Zapperi explica que «su aspecto insólito, por la rareza de su vellosidad, despertó la curiosidad de algunos príncipes, quienes al no poder ver en persona a don Pedro y sus descendientes mandaron que se los retratase».

Era el ejemplo del mítico «hombre salvaje», tan en boga en Europa en la época y Enrique II, que se percató de su inteligencia, hizo lo posible por «civilizarlo», instruyéndole en latín y otras lenguas e inculcándole refinadas costumbres sociales.

En la corte parisina, «el salvaje de Canarias» vivió protegido por el rey, que lo integró en su servidumbre. González trabajaba como ayuda de cámara, formando parte de la cadena humana que llevaba la comida al rey, y debía mostrarse cuando el monarca se lo pedía. Enrique II le concedió el tratamiento de Don, por ser descendiente de un rey guanche.

Tras la muerte en un torneo de Enrique II, Pedro González pasó a depender de su mujer, la reina Catalina de Médicis, que le concertó un matrimonio. Catherine, una joven parisina de gran belleza, conoció horrorizada a su peculiar pareja el mismo día de la boda aunque cumplió la orden de la reina y al parecer, congenió con su velludo marido.

Del matrimonio nacieron seis hijos (Madeleine, Enrique, Françoise, Antonietta, Horacio y Ercole), cuatro de los cuales heredaron la hipertricosis de su padre.

«Pedro González y sus hijos peludos no dejaron nunca de ser una propiedad valiosa, curiosos objetos de coleccionista de los que se podía presumir ante conocidos y amigos y que también podían regalarse. De este modo, tras la muerte del rey francés, la familia al completo pasó en forma de presente a manos de Margarita de Austria, gobernadora de Flandes y duquesa de Parma, y posteriormente fueron heredados por el hijo de ésta, Alejandro Farnesio», relataba la historiadora del arte Marga Fernández-Villaverde en su blog «Harte con hache».

González falleció en 1618 en Capodimonte. Tenía 80 años, algo también inusual para la época.

Vía | ABC.es